Me había encerrado en mí misma, Roberta me llamaba a diario para saber de mí. Dejaba mensajes que no me importaban contestar. Aunque la compasión y la preocupación se escapaban a cuenta gota de mi cuerpo, tenia momentos en que era un ser humano.
Busqué ayuda, pero cuando le comenté a un sacerdote en confesión los sueños que había tenido y las muertes que había cometido, no me sentí mejor. Después de darme mi penitencia me aconsejo que si estaba tan segura de lo que hice que fuera a la policía.
Sabia que lo hacia con la mejor de las intenciones, pero yo no estaba decidida a decir todo lo que sospechaba y no estaba tan segura de que unos barrotes pudieran detenerme. Así que cambie mis hábitos de sueño, dormía de día cuando todos estaban fuera de las fiestas y de noche permanecía lo más pendiente posible de que la otra no saliera.
Una tarde Roberta toco a la puerta y me llevo a rastras a un médico. Insistía que no estaba bien. Había perdido mi trabajo y la mitad de mi peso, aunque los muertos no dejaban de aparecer en mis “sueños”. No quería medicinas para dormir, temía lo que podía hacer durmiendo a diario. Roberta no lo entendía. Así que cuando cerro la puerta para regresar a su casa, busqué en la gaveta lo que creía una solución a mi problema.
La detonación atrajo a Roberta de regreso. Entre las sirenas y las luces, me encontraba en una habitación dispuesta a matar. Lo sentía palpitante en mi pecho, cuando tome el cuchillo en mis manos y me mire en la hoja. Los ojos azules me devolvieron la mirada, unos ojos azules que yo no tenía.
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