
Habían pasado años desde que la enfermedad se apoderó de él, borrando al hombre que fue. Ya no hacia las mismas cosas de antes, pero sonreía a todo saludo. Dormía más de lo que acostumbraba y al verlo a los ojos podías advertir lo perdido que se sentía.
Esa mañana todos estaban a la mesa cuando salió de su cuarto.
– ¡Nena! – fue lo que dijo y todas lo miramos.
– ¿A quién le hablas? – le pregunto mi mamá.
– A ti – le dijo.
– ¿Sabes quién soy? – pregunto mi madre.
– ¡Claro! Tu eres Laurita.
A mi madre se le llenaron los ojos de lágrimas. Hacia tiempo que no me reconocía, pero estábamos asombrados y llenos de felicidad por el cambio del día.
Como todos los domingos era día de la barbacoa y según llegaban mis hermanas con sus familias, papá los recibía con un saludo que acompañaba con un tienes libritas de más, que mucho has crecido y esas canas cuando te salieron.
Luego de preparar todo a fuera para la parrilla, papá comenzó a buscar.
– ¿Dónde está Lolita? – me pregunto. Antes que pudieran contestarle, respondí.
– Abuela salió, viene después.
Lolita había muerto años atrás. Él estaba lucido y alegre, y no había motivos para cambiar eso. Fui a sentarme con mi mamá y mis hermanas, hasta allí me siguió. Tenía a todas sus nenas a su alrededor, el abuelo nos miro.
– Lolita no está – dijo. – Debe haber muerto, ¿verdad? – todas nos miramos. Nadie tuvo el coraje para contestar.
Esa tarde jugaron béisbol en el patio, mientras él los observaba. Habían pasado el día cuatro generaciones juntas, y sus nenas estaban con él.
Las risas y alegrías del día anterior se esfumaron cuando los rayos del sol se asomaron, en su lugar yacía un cuerpo inerte que se llevó un baúl de recuerdos.