Todos adentro fue la orden presidencial, había un virus que estaba entrando a los pulmones y desarrollando neumonía de una manera alarmante. Cuarenta días estaríamos guardados para evitar que los casos aumentaran, pero la epidemia seguía sin control propagándose como un cáncer al resto del mundo. Se sabía que entraban al cuerpo por los ojos, la boca o la nariz, pero de donde salió solo había especulaciones.
Muchos decían que era por la dieta, otros por un insecto que picaba a la persona y lo infectaba y otros tanto que fue creado por el gobierno, para controlar la economía del mundo o para nivelar los recursos. Mientras menos personas, menos bocas que alimentar. Sin importar cuál es la manera de contagio, los noticieros anunciaban las miles de personas que están infectadas y los muertos que han despachado en bolsas para evitar el contagio.
La ansiedad se dejó sentir en muchas personas, pero en otras no. La vida cotidiana continuó; los paseos y las salidas, aunque les decían a todos “quédense en sus casas”. La cantidad de muerto e infectados seguía en aumento. La situación se salió de las manos de los empleados de salud, colapsando los servicios por falta de materiales para trabajar con tantos enfermos. Cerraron todo, las personas no podían salir para nada de sus casas. No había escuela, ni trabajo. No había nada abierto.
La pandemia invadió cada uno de los territorios del planeta, para evitar las salidas la energía eléctrica se cortaba al anochecer y a los enfermos los tiraban a la acera, para evitar el contagio de los demás en la casa. Un virus mortal que intenta acabar con la mitad de los habitantes.