Un jamaqueo insistente me trae al mundo de la conciencia. Diviso un color azul borroso, el que trato de enforcar.
—¡Despierta, es urgente! —volviendo a zarandearme.
Me siento en el catre, los estantes a mi alrededor se aclaran y; el chillido de las puertas y los pasos acelerados se intensifican. Aun soñoliento me levanto, abro el grito y me hecho agua en la cara.
—Después de diez años en este trabajo me sorprende al igual que a mis veinticinco —me digo—, solo que ahora tengo más arrugas.
Aliso el uniforme y coloco varios bolígrafos en el bolsillo, ajusto la mascarilla y salgo al encuentro con el ruido incesante de afuera.
Sanitizador en las manos y entro al primer cubículo. La persona que se encuentra aquí llora, las manchas en su ropa delatan una posible herida. Después de la entrevista y las fotos habituales la conduzco al vestidor para que se cambie.
Su tristeza es envuelta en un pantalón gris claro y una camisa a juego. Esto acompañado de un calzado sin gabetes, todo por seguridad. Luego de la medicación se lleva a su habitación, donde dormirá hasta que le toque la próxima revisión.
Dan las once de la noche, es hora de irme a casa. Tomo mis cosas y con ellas los sentimientos de frustración y miedo de los que dejo atrás. Ansió llegar a casa y olvidar un poco la tristeza del mundo, un mundo al que temo traer a un niño.
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