Sabrina, la niña de los Smith, amaba a los payasos. Le gustaban sus pelucas de colores y el sonido de la nariz. La hacían reír sus zapatos y la manera en que caminaban con ellos. Su cuarto parecía un circo, tenía globos, una carpa y muchos payasos.
Salía todas las tardes a jugar en el patio a su casa de muñecas.
—Hola, Sabrina —saludo el vecino desde las rosas, ella no lo miro.
Lo mismo sucedía todos los días. El vecino la observaba entre las plantas mientras con su mano rosaba su entrepierna. Los dulces y golosinas que le ofrecía a través de la verja no eran suficiente para que Sabrina se le acercara. Tampoco los juguetes y crayones hacían que la niña le dejara de temer.
Una tarde mientras la niña jugaba en el patio se le acercó un colorido payaso, repleto de globos. La niña encantada fue a su encuentro y lo siguió.
En la lejanía sus gritos se perdían, las manos del payaso la despojaban de todo y su miembro se abría paso dentro de ella.
Se busco a Sabrina por años, pero nunca se supo donde fue sepultada.